Cuentos de café
Diego Paolinelli

Ajuste de cuentas
  • Ajuste de cuentas

Julio Salgado había llegado al Café de la calle principal de la Ciudad puntualmente a las 18hs, como lo venía haciendo todos los días desde hacía casi un mes, se sentó a la mesa de costumbre, pidió su cortado habitual y desplegó el diario Nacional que llevaba con él. Casi escondido detrás de las grandes hojas del periódico, como lo hacían los espías de las películas sobre la Guerra Fría, sentado en su rincón de la cafetería tenía un ángulo especial desde donde ver todo el movimiento del salón, pero principalmente la mesa donde se sentaba el tipo que le había jodido la vida años atrás, cuando abruptamente desapareció del pueblo dejando vacía la caja fuerte de la Financiera de la que era dueño y prometía a confiados e ilusos, grandes ganancias por depositar sus ahorros (y sus sueños) en lugar de los Bancos, que tiempo después defraudarían también a la gente común con el infame “Corralito”.

El financista era Omar Trota. Había reaparecido luego de quince años en la Ciudad, como si nada hubiese pasado. En el Café se reunía todas las tardes con dos o tres “amigos”, de la misma calaña aparentemente, ya que hablaban en voz baja, acercándose a la mesa para que nadie los escuchara, luego reían efusivamente y llamaban al mozo para que los atienda como si fueran los únicos clientes del bar. Julio internamente se decía: “Estos tipos…seguramente están tramando algún nuevo negocio turbio, para joder a algún salame como Yo. ¡Tengo que hacer algo!”

Nuestro protagonista tomaba su cortado y volvía a su supuesta lectura, para seguir observando detenidamente cada movimiento de su enemigo. Hasta que de pronto un voz grave y gutural, le dijo desde la mesa de al lado: “¿Y?, ¿se va a animar o no? Julio tragó saliva, y giró su cabeza hasta ver la mesa, que él creía vacía, desde donde provino la pregunta. Entonces fijó la vista en quien la ocupaba. Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, de figura delgada y gran presencia. Vestía un traje negro, camisa de un blanco inmaculado y corbata negra. Los zapatos de reluciente charolado, también de color negro. Su cabello oscuro, prolijamente cortado y peinado, mostraba unas incipientes canas y una barba candado gris oscura, remataba su rostro alargado. Entre los finos dedos de su mano derecha, giraba acrobáticamente un cigarrillo sin encender. Pero su mirada, en eso se detuvo más tiempo Julio…sus ojos eran fríos y algo intimidantes. Luego de cruzar miradas por algunos segundos, Julio preguntó carraspeando su voz: “Perdón, ¿me habla a mí?”

La respuesta llegó inmediatamente: “Si señor, le hablo a Usted”, dijo el extraño, luego hizo una pausa casi actoral y continuó: “Insisto, ¿se va a animar… o NO?”. Salgado no titubeó y se animó a repreguntar: “Animarme, ¿a qué?”. El hombre de la mesa de al lado, se paró repentinamente y su figura elegante se estiró casi hasta un metro noventa. Y respondió: “Señor Salgado, si me permite acompañarlo le explico”. Julio, solo atinó a mirar la silla vacía a su lado y la desplazó con su mano, indicando que confirmaba a la solicitud. La curiosidad y el temor de ser descubierto en su intención confundían sus pensamientos. Una vez que el otro hombre se acomodó en su lugar, Julio lo ametralló a preguntas: “¿Quién es Usted?, ¿cómo sabe mi nombre? ¿a qué se refiere con que si me voy a animar o no?”. El otro hombre, dibujó una sonrisa de vendedor de autos y sus ojos brillaron, para dar confianza al consultante y dijo: “Mi nombre es Lucio Fernández. Su nombre, señor Julio Salgado, está en mi lista de posibles Clientes. Yo, me dedico a asesorar a personas que dudan en tomar una decisión que les puede cambiar la vida. Se podría decir que soy un FACILITADOR”. Salgado tragó saliva y respondió: “¿Y como aparezco yo en su lista, si Yo soy un Don Nadie?” e internamente pensaba si este sujeto sería de la Policía o de algún Servicio de Seguridad. El señor Fernández, lo miró fijamente y nuevamente con una sonrisa cómplice le dijo: “Primero, saque de su cabeza la idea que pertenezco a alguna fuerza policial o paramilitar”. Salgado se quedó mudo durante un segundo, pensando si le había leído la mente, ya que no recordaba haber hecho esa pregunta y cuando quiso repreguntar, Lucio continuó: “Segundo, Usted no viene a este café solo a tomar un cortado y leer el diario. Viene a observar a la persona que años atrás hizo polvo sus anhelos de la casa propia, cambiar el auto y las vacaciones en familia”. Julio abría muy grandes sus ojos marrones. “También pensó, en los años que tuvo que volver a trabajar dobles turnos o en changas, para llegar esos objetivos (algunos aún inconclusos). Pensó en la mirada de su esposa y las de sus hijos, cuando les dijo que lo habían estafado. Pensó en como ajustaría cuentas, cuando la vida los volviera a cruzar….Y eso pasó exactamente hace un mes, luego de quince años volvió a verlo caminando libre de toda culpa, por las calles del pueblo y entrando a este café, al que por años Usted nunca se permitió entrar, porque su bolsillo no le concedía darse ese lujo. Además, lo vi mirar detenidamente un revolver que exhiben en la armería de González aquí a la vuelta. Por último, durante todo este mes, ha observado la rutina de ese hombre que lo estafó, escondiéndose como un cazador furtivo, analizando cual sería el momento de cobrar todos esos años de auto flagelarse, por haber sido tan crédulo”. Salgado que escucho atentamente, suspiró profundamente, había sido descubierto, que haría con eso. Pero no necesitó preguntar, ya que el Señor Fernández retomó su monólogo: “Mire Julio, el estafador ahí se levanta como todos los días puntualmente a las 20hs, pasará al lado suyo sin reconocerlo…claro Usted era un nombre más en el archivo de su Financiera. Luego va a buscar el auto al estacionamiento y se dirigirá a su casa…pero Usted ya lo sabe, porque ha visto su rutina…. ¡Le propongo algo! Lo voy a llevar rápidamente en mi auto hasta la puerta de la casa y ahí verá de qué manera puedo FACILITAR su decisión”. Salgado aceptó y se subió al auto negro de alta gama que Fernández tenía estacionado justo en la puerta del café. En breves instantes se detuvieron a metros de la casa de Trota y bajaron del vehículo. La calle estaba extrañamente solitaria y oscura. De pronto luego de todo un viaje en silencio Julio preguntó: “¿Y ahora, que hacemos?”. La respuesta no se hizo esperar por parte de Lucio, mientras abría su saco negro y desde una sobaquera sacaba un revolver igual al de la vidriera de la armería del pueblo: “Ahora mi Amigo, aquí tiene lo que buscaba, un arma poderosa. La noche y la calle está oscura y solitaria, no hay testigos y el arma no tiene marcas ni registro…puede poner a ese malparido en el lugar que le corresponde. Cuando baje de su auto para abrir el portón, será un blanco sencillo. Podrá ajustar las cuentas y no tendrá que pagar el precio de lo que está por hacer”. El instante se hizo eterno, Salgado tenía el arma en su mano derecha. Se oyó el motor de un auto a poca distancia y el rechinar de las gomas cuando dobló en la esquina y luego giró hasta el portón de la casa del estafador. Solo las luces bajas del vehículo alumbraban un poco la entrada. Julio, salió de detrás de la columna donde se escondía, Lucio lo seguía a escasos centímetros. El silencio de la noche era sutilmente cortado por el sonido del motor del auto. Mientras Trota iba buscando entre las llaves la correcta para abrir el portón, Julio levantó el revólver y apuntó con mano temblorosa hacia su víctima. Entonces Fernández volvió a animarlo: “Vamos Julio….nunca fue tan fácil. Apriete el gatillo y esta pena se acaba”. Julio ahora sujetaba firmemente el mango del arma y su dedo índice comenzaba a apretar el gatillo cuando Fernández dijo: “Eso si…vas a tener que vivir toda tú vida…sabiendo que mataste a un hombre”. Salgado se paralizó al oír esto, cerró sus ojos, soltó el gatillo y abruptamente bajó su brazo.

Un ruido a cerámicos que chocaban y un murmullo de gente hablando alrededor lo trajeron a la realidad. Cuando abrió sus ojos se vio sentado solo en la mesa del café, la moza corriendo hacia donde estaba él, para recoger el plato roto y el líquido del cortado desparramado por la mesa. Su dedo índice todavía estaba dentro del aza del pocillo vacío. Su cara se puso colorada, por la vergüenza y la situación que había vivido. Rápidamente buscó en su bolsillo el dinero para pagar el cortado y dejar una buena propina por el desastre. Mientras se calzaba su campera para salir del lugar, decidido a no regresar nunca más, leyó en una servilleta de papel sobre la mesa:

“Lástima…tomaste una buena decisión”

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