Los griegos crearon el término estigma para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el estatus moral de quien los presentaba. Los signos consistían en cortes o quemaduras en el cuerpo, y advertían que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor-una persona corrupta, ritualmente deshonrada, a quien debía evitarse, especialmente en lugares públicos-. En la actualidad, la palabra es ampliamente utilizada con un sentido bastante parecido al original. La sociedad establece los medios para categorizar a las personas y el complemento de atributos que se perciben como corrientes y naturales en los miembros de cada una de esas categorías. Por consiguiente es probable que al encontrarnos frente a un extraño las primeras apariencias nos permitan prever en qué categorías se halla y cuáles son sus atributos, es decir su identidad social. Pero las apariencias engañan.

Mientras el extraño está presente ante nosotros puede demostrar ser dueño de un atributo que lo vuelve diferente de los demás y lo convierte en alguien menos apetecible –en casos extremos, en una persona casi enteramente malvada, peligrosa o débil. Un atributo de esa naturaleza es un estigma, en especial cuando él produce en los demás, a modo de efecto, una falla o desventaja. Así el término estigma es utilizado para hacer referencia a un atributo profundamente desacreditador. Se establece una clase especial de relación entre atributo y estereotipo.

La sociedad al construir categorías determina ciertos estigmas, notoriamente diferentes: pasiones tiránicas o antinaturales, creencias sólidas y falsas, deshonestidad, perturbaciones mentales, adicciones, alcoholismo, homosexualidad, desempleo, intentos de suicidio, conductas políticas extremistas, raza, nación, religión, bueno, malo. El médico, el delincuente, el carnicero, el sano, el enfermo. Se cree, por definición, que la persona que tiene un estigma no es totalmente humana. Una hipocresía social totalitaria. 

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